Ser como él.
Este pasado 26 de enero, los dominicanos en la isla y los que vivimos fuera, recordamos el natalicio de nuestro patriarca. Y más que Padre de la Patria, debido a su condición de ideólogo y forjador de los principios y valores que nos definen, puede que Juan Pablo Duarte Diez, también haya sido, el primero de nosotros en ser un dominicano ausente. Seguramente nuestro primer diásporo. Uno, cuya historia personal, es más parecida a la de los criollos que nos encontramos autoexiliados de nuestra tierra, que a la de aquellos que tienen la dicha de despertar cada día en la isla.
Pero para llegar a esa referencia, primero hay que saber de dónde y porque germinamos como pueblo. No necesariamente los acontecimientos específicos, sino los globales y el espíritu del momento que conllevaría a ello.
Para entender ese escenario y las condiciones dadas para su surgimiento, hay que asimilar el marco del pensamiento socio-intelectual del hombre y el de la época. Eso lo debemos asumir, sin quitarle merito a los sacrificios de los actores que lucharon, pero también sin justificar nuestra existencia única y exclusivamente, esposada a acontecimientos que muchos han llegado a aceptar, como el principal y único motivo por el cual surgimos como nación y pueblo. Por demasiado tiempo, los que no conocen nuestra historia, tienden a pensar que nuestro sentido surge, de la negación de ser otra cosa. Una lamentable idea que, vive equívocamente en la opinión de muchos extranjeros. Pero peor aun, sobre todo, en muchos dominicanos.
Lo cierto es que, nosotros no surgimos como negación de nada.
Nosotros los dominicanos, emergimos como afirmación de algo.
A pesar de nuestra pasión por lo propio, lo nuestro, lo dominicano, tal como se pueda sentir cualquier nacional de otra nación por lo suyo, lo innegable es que el concepto de nacionalismo es uno relativamente nuevo. Y uno que, para nuestro eventual interés, cala en el mismo periodo que las iniciativas de independencia comienzan a florecer en la antigua Isla de La Española. Esa tradición moderna de nacionalismo, se le puede atribuir al filósofo alemán, Johann Gottfried Von Herder, cuyos influyentes pensamientos del periodo de la ilustración, forjaron la noción de nación, como una respuesta al colectivo de “personas” o “pueblo”, que compartían lenguaje, experiencia histórica y sentido de identidad. En el Siglo 19, el nacionalismo era la doctrina que insistía en que toda persona debería pertenecer a una nación. Justo en el momento que las ideas de dominicanidad comienzan a nacer.
Es en ese marco, de corriente internacional, si así se quiere, que Juan Pablo Duarte, filántropo y hombre culto, capaz de comunicarse en varias lenguas, y empoderado de los ideales de liberación de la Revolución Francesa, viaja el mundo, para conocer sobre los movimientos de independencia, el honor y la identidad propia. A su retorno y entre viajes, con apenas 27 eneros de vida, crea la sociedad secreta que conllevaría al nacimiento de nuestra nación. Y con ese esfuerzo, para muchos de nosotros, hubiese sido suficiente. Pero no para él. Él fue más que eso. Y tuvo que serlo. Pues los héroes, próceres e iluminados de la humanidad, a veces tienen que trascender los perfiles de figuras novelescas, para alcanzar el cometido del cual incluso, puede que no disfruten o beneficien nunca.
Tuvo que derrocar con diptongos y filosa, en una Revolución Reformista, contra la dictadura de quien amenazaba con invadir la parte occidental de la isla, con intención de unificarla. Seguida la capitulación del presidente haitiano Herard, surge la proclamación de independencia de 1844. Y ahí nueva vez asume su valía, al declinar la propuesta de que fuese el primer mandatario de la joven nación.
Su visión liberal se vio carcomida por las élites moderadas, que procuraban someter la nación a los vigores coloniales y volver al provincialismo tradicional. Y con ello, su destierro.
El sufrimiento siempre acompaña a los sonadores y sus vidas. Periodos largos y llenos de fracasos y desaires, de bancarrotas y de desamparo, son capítulos de quienes piensan en otro. Y a pesar de querer salvaguardar los derechos ganados con valor y sangre, las injusticias y reproches, y tildes de traidor y peligro público, lo conlleva a la expulsión de su pueblo y vivir en el exilio. Fueron tanta las forzadas ausencias, que podemos decir que Duarte, forjó la nación desde el extranjero. Ese es el precio que se paga, por querer patria.
Juan Pablo Duarte, muere prácticamente en la ruina. Como mártir político y fabricante de velas, para ser sutil. Pobre y olvidado. Como miembro de una diáspora de uno. Forzado allí, por egoístas e impuros. En un pais que no era el suyo. Ni el que él había ideado.
Si algo realza el patriotismo, lo es la distancia. Soledad inexplicable, que solo entienden aquellos que han tenido que emigrar. No hay calidad de vida o ingreso que supla el vacío de la separación. La prueba está en los ojos y los corazones de todo aquel que vive fuera de la isla. De sus arrecifes, de sus colores, de sus sonidos, de sus olores.
La epifanía que representa la elevación de Duarte queda sellada con el retorno de sus restos a su amada tierra, a cuarenta años de la declaración de independencia y a cinco de su muerte. Irónicamente, trasladado desde Venezuela a suelo dominicano, por el gobierno del dictador de linaje haitiano, Ulises Heureaux, quien termina por declararlo Padre de la Patria, junto a Sánchez y Mella.
Esa elevación, se venía escuchando desde mucho antes de su fallecimiento. Latente en las voces de los que hicieron de la Trinitaria, el estamento de la dominicanidad, luego de que a unisón se aceptara que, él había sentó las bases para el advenimiento de una República, que como estado democrático respondiera a la igualdad de oportunidades y la libertad de sus ciudadanos.
Todos somos diáspora. Todos somos dominicanos. Todos somos Duarte.