Siempre hay una víctima. Siempre hay un traidor. Siempre hay un sacrificado. Siempre hay un faquir. Los colonizadores como cristianos y evangelizadores que eran, conocían de esa lección. Se las enseñaron con las evidencias que les había dejado judas.
Nos cuenta la historia, que la mala suerte que tuvo Cristobal Colón con su nave madre, la Santa María, luego de que se le encallara al llegar a Quisqueya, se convirtió en fortuna, al momento de conocer a Guacanagarix. En el invierno de 1492, cuando el más joven y, por ende, el de menor poderío entre los Caciques de la isla, vio llegar a los “españoles”, sin complejos y con astucia, más que la ignorancia o fascinación con la que se le asocia, Guacanagarix evaluó la potencial relación, como una palanca de influencia.
Los textos de hacen siglos y hasta las epístolas publicadas en las décadas reciente, dibujan a este Jefe de Marién, como un servil e ingenuo nativo que, a la llegada del foráneo, le recibió con regalos y ofrendas, pero del mismo modo, aunque no citado, lo hizo con disposición. A cualquiera de nosotros, que se nos hubiesen aparecidos figuras endiosadas, también hubiésemos reaccionado así. Las referencias son incomparable y abismales cuando las conferimos con hoy día. Se le agrega a eso que, establecida la relación de intereses, el taino Guacanagarix se prestó para asistir a aquellos colonizadores del evangelio en busca de supuestas especies y metales, sirviéndoles de espía e informante en contra del resto de los Caciques y sus gentes, a cambio de apoyo, en lo que el nativo entendía eran desventajadas luchas, en contra de él y sus fieles.
Lamentable para las partes, ese episodio no terminó como hubiesen querido. Ahora, justa o no, descartemos por un instante, la designación de traidor o de indigno al extranjero con cual se denomina al joven Cacique taíno, y observemos el más importante rol que fungió el local hacia el extranjero. El prontamente Almirante y sus hombres jamás hubiesen podido peregrinar o tasar los recursos naturales de los valles y montañas del Cibao, si no hubieran tenido la asistencia de Guacanagarix. Mucho menos haber sobrevivido.
Nos cuenta la historia, aunque lo cite de manera redundante, en un espejo del tiempo, que, en un orden muy similar, cien y tantos años más tarde, para eso de 1621 y en el continente que evadió a Colon, Squanto, un nativo y miembro del pueblo de los identificados como Wampanoags, se encontraría con un grupo de foráneos sobrevivientes del brutal invierno de meses antes. Luego de ser víctimas de albergues inadecuados, la falta de alimento y el clima, sobre todo, la mala dicha de los extranjeros, se convirtió en fortuna, al momento de conocer a Squanto. Pues para el encuentro, las tormentas y las temperaturas ya se habían anotado la mitad de los aventureros que habían llegado en busca de libertades religiosas, a los territorios que hoy llamamos Massachusetts.
Los Wampanoags, población nativa conforme a los tainos nuestros, fue una sociedad milenaria. Nos relatan los ensayistas que, estos vivieron en esas tierras, por más de cien siglos, antes de que comenzaran a llegar expediciones como las de John Smith. Este explorador anduvo por esos predios, en busca de esclavos, años anteriores a la llegada de los “Peregrinos”. Incluso, Squanto, también conocido como Tisquantum, fue víctima de esos nativos raptados en las jornadas de tráfico de este infame inglés. Sin embargo, para el momento que este indígena se encuentra con los puritanos, sorprendentemente ya no era esclavo.
No se sabe cómo logró escapar, ni mucho menos, porque evita huir a tierras de otras tribus, del vasto nuevo mundo, y astutamente, consigue llegar a Inglaterra. Más sorprendente es como pasado el tiempo, luego de aprender el nuevo lenguaje y las costumbres del Viejo Mundo, Squanto entonces regresa a su tierra. No hay explicación clara de cómo, superó la travesía de ida y vuelta. De regreso ya en su tierra de origen, se topa con la triste realidad que se le enfrenta. Squanto aprende que todos los miembros de su tribu Pawtuxet, han muerto, a causa de la plaga. Huir e salvó la vida. Y con ellos la jerarquía de una tribu.
De todo viaje se aprende, siempre me ha cedido la anciana que me crió. No menos cierto lo fue para el huérfano de tribu, ahora que descifraba el idioma de los foráneos. En su momento, se le considera como un valioso, honesto intérprete y mediador entre los líderes coloniales y el jefe de los originarios, Massasoit. Las relaciones se estrechan y la convivencia aparenta ser posible. La historia le suma a la experiencia, citando que a Squanto el traductor, se le atribuyen mucho más que eso de ser intermediario. El es prácticamente un embajador de buena voluntad y la mano amiga de los puritanos. El hecho de verlos como dioses, le permite ayudarlos a que se establezcan. Les enseña a sembrar maíz, donde pescar, inclusive hasta que tipo de animal cazar.
Sin nada que perder, y tal como considerara Guacanagarix un siglo antes y sobre otras tierras, con astucia, más que la ignorancia o fascinación con la que se le asocia, este noble indígena de dos mundos, opta por capitalizar sus labores mediadoras, ahorcando los hábitos de su interés. Squanto evaluó la potencial relación, como una palanca de influencia y opta por no prestarse para servir más de intérprete, escogiendo conspirar.
Inicia gestionando fricción entre los puritanos y Massasoit. A pesar de no poderse comparar en poderío o referencia jerárquica con el Cacique Quisqueyano, este heredero de clan sin miembros, hace algo similar al antillano, y se alinea con los colonizadores. Pero es por poco tiempo. Sus ansias de poder y traición se ven marchitadas y sacudidas por los mayores. Al renegado se le cae la intensión. No obstante, ya el daño de la desconfianza estaba sembrado. El gesto sería suficiente para iniciar el deterioro de la favorable relación que había surgido entre las diferentes culturas hasta ese momento.
Pero era de esperarse. Siempre hay una víctima. Siempre hay un traidor. Siempre hay un sacrificado. Siempre hay un faquir. Los colonizadores como cristianos y evangelizadores que eran, conocían de esa lección. Se las enseñaron con las evidencias que les había dejado Judas.