Desde los años 80, la diáspora dominicana se convirtió en el hijo bueno que la “familia del campo” enviaba a la “Capital”, para que este estudiara, trabajara y mandara dinero todos los meses a los que dejaba atrás. Y para mantener ese propósito vivo, al hijo bueno se le arropaba con quejas de precariedad sobre la falta de luz, de agua, de alimento y de seguridad. También se le agobiaba con referencias de enfermedad inesperada de uno de los miembros de la familia.

En cada llamada, en cada carta, en cada correspondencia o “mandao”, durante décadas, al receptor se le hablaba de sueños inalcanzables o se le colmaba con soterrados ataques de culpabilidad y problemas habituales, de esos que aún nos definen como miembros de una cultura de necesidad.

La diáspora, como el hijo obediente que es, nunca se ha opuesto a escuchar y corresponder. Durante años y aun ahora, no cuestiona el porqué es necesario mandar dinero, ni mucho menos en qué se utiliza. No lo cuestiona, porque a él nunca le han preguntado. Jamás se le ha pedido su opinión. Nadie le ha extendido a ese hijo bueno la oportunidad de aconsejar sobre en qué se debe gastar o invertir ese dinero que fielmente envía cada mes.

La Diáspora, como el hijo obediente que es, nunca se ha opuesto a escuchar y corresponder.

Ese hijo respetuoso que vemos en la diáspora, aquel que ya hace años se le envió a la “Capital”, goza con solo encontrar a Mama y a Papá, en un mejor lugar del que los dejó. Ese retoño apacienta con regresar a casa y notar que sus hermanos, sobrinos y primos también, parecen estar encaminados. Y lo vive, sin pedir retribución a cambio. Lo hace porque fue condicionado de esa forma. Eso es lo único a lo que él, en este caso la diáspora, ha aspirado. A estudiar, a trabajar y a mandar dinero, todos los meses.

Año tras año, los hijos buenos de Kafka siguen regresando y siendo recibido por sus respectivas familias, en el mismo triste patio o balcón de infancia, con su comida de antojo y un aguinaldo de épocas pasadas. Pero las cosas no lucen tan deprimente como le han contado.

Él ha visto progreso a su alrededor y con ello, semblantes de esperanzas. Las insinuaciones que vía telefónica alimentan su intención no coinciden con el entorno. Las cosas no están tan malas como le gimen. Sin embargo, él regresa a la ciudad llana donde le mandaron o a esa de los rascacielos que él soñó, a la rutina sacrificada de enviar esa mensualidad.

Las remesas de cada mes

Él sigue remitiendo ese aporte con el cual se comprometió, porque le da propósito a su sacrificio. Esa significativa contribución que ya se ha acostumbrado a enviar y la cual le da sentido a su vida, aunque ya no sea necesario, lo hace no tanto por ellos, sino por sí mismo.

O también está el otro caso. Que los Kafkianos han crecido y se dieron cuenta que la casita en el campo seguía igual. Incluso ni una mano de pintura le han dado. Que en su ausencia nadie hizo nada por crecer o echar pa’ lante.

Y que, además, de la “familia del campo” que lo envío a la “Capital”, ya no queda nadie. Ni mucho menos los sueños que lo enviaron. Basta agregar que el joven bueno tiene otros planes, y que el coro del sancocho y el fiestón ya no le hacen gracia, pues no se siente salir de allí. Hoy ese pequeño aporte de los “Hijos de Kafka”, ha superado los US$5,200 millones al año. Y todavía no se le pregunta al buen hijo en qué se debe gastar o invertir ese dinero que fielmente envía cada mes.

Gregorio y la ingratitud

La eventualidad del quebranto de Gregorio Samsa, de la obra La Metamorfosis, puede que un día llegue a la República Dominicana o a cualquier otra nación que toma por alto los aportes de su diáspora. En los últimos diez años, las remesas fueron vista como otra fuente de ingreso, pero hoy forman parte de las partidas fundamentales de la economía dominicana. De hecho, son recursos que ayudan a disminuir el impacto de un comercio internacional deficitario y a mantener la devaluación sin sobresaltos.

“…Ya lleva más de tres meses encerrado en su dormitorio… él que había mantenido a toda su familia, que incluso pretendía pagarle las clases a Greta en el conservatorio… Debido a esto, el presupuesto familiar se reduce cada vez más teniendo que despedir a la asistente y alquilando habitaciones a tres huéspedes. Incluso, tuvieron que vender las joyas…

Greta tuvo que ponerse a trabajar de dependienta y estudiar de noche francés y estenografía… Un día, la nueva asistente se dirigió hacia el cuarto de Gregorio y tras balancearlo con el palo de la escoba, se dio cuenta de que Gregorio había fallecido.

¡Gracias a Dios! exclamó la familia al percatarse de la noticia… Se alegraron de la muerte de aquel que antes le había dado todo lo que habían necesitado antes… Podían vivir su vida egoístamente, sin preocuparse por lo que sentía o padecía Gregorio Samsa”, según se cita en La Metamorfosis de Franz Kafka.