Estoy bajo la impresión de que los haitianos han llegado a la conclusión de que sólo a ellos y a los dominicanos, les interesa que la normalidad social, el desarrollo económico y estabilidad democrática, llegue a su nación.

Que en las últimas décadas ejemplos hay de sobra, para confirmar que, para la región, el continente y el hemisferio, Haití es tan solo una partida presupuestaria, dentro de las agendas de cooperación internacional de otros. O peor aún, tan solo un pobrecillo pueblo donde celebridades y miembros de la clase media de otras naciones, van a darle sentido a sus vidas.

Mi impresión no llegó a mí por un momento de claridad, sino luego de tener conversaciones con oficiales del estado haitiano e intercambios con profesionales locales y ciertas figuras de importancia nacional. Todos me externaban los mismos pensamientos de manera unisón. Decepción tras decepción fue lo que escuché de ellos. Entendí que, para ellos, la conducta de la mayoría de los gestos caritativos que se presentaban a ayudar al pueblo haitiano, dejaban mucho que desear. Una de esas personas con las que compartí, lo resumió de este modo. “No es lo mismo que te presten ayuda para que tú mismo te ayudes, a que te quieran ayudar para en verdad ayudarse ellos.”

Haití ha sido víctima de su propia situación. Una que se viene arrastrando desde los tiempos de Papa Doc y la cual ha continuado a través de su infante democracia. Ese contexto de gobiernos fallidos, economía indefinida, sociedad inestable y planes a muy largo plazo, han creado las condiciones para que Haití se presente como tierra fértil para la aportación desmedida de consorcios extranjeros.

Dentro de ese entorno, toda intensión que se suponía ser sin otra cosa buena y sana, ha sido contraproducente al desarrollo sostenible de esa nación. Pues la mayoría de esas dadivas, venían con planes discordantes a los intereses nacionales, planificaciones contradictorias y una infraestructura burocrática ajena a la de su nación.

Súmele a eso, que el desarrollo de estos programas de emergencia, salud, vivienda, medio ambiente, capacitaciones técnicas y de gobernabilidad, en muchos casos se prestaron como espacios para el fácil manejo de transferencias turbias. No valieron las auditorías sensatas, pues para muchos haitianos, estas supervisiones y transacciones a conveniencia, sorprendentemente, siempre salían brillantes. Todos jugaron al juego y bailaron el baile. Los de ahí y los de allá.

En un país con necesidades, la buenaventura esta guardada para los más hábiles y los más allegados. Y en los escenarios donde se germinan acciones de corrupción colectiva, era necesario salvaguardar la imagen de los programas que venían de fuera, y que sus intenciones eran “buenas y sanas”.

Lamentablemente a Haití le tomó un terremoto y un huracán para darse cuenta que a muchos, le era de suma conveniencia, el que su país mantuviera la imagen de ser un lugar inestable y en estado de emergencia. Pues para esos cooperadores misericordiosos, ese cuadro era buen negocio.

El más contundente ejemplo, lo vivieron los haitianos, con el desenlace de los esfuerzos bienintencionados de la Cruz Roja de América (American Red Cross), posterior al terremoto del 2010 y el subsiguiente huracán. Esta institución estadounidense, sin fines de lucro, logró donaciones en más de US$500,000,000 (Medio Billón de Dólares), a favor de la reconstrucción de Puerto Príncipe y zonas aledañas.

Por medio de un proyecto de viviendas permanentes, titulado “Una Mejor Vida en Mi Barrio”, la Cruz Roja de América dispuso US$173,000,000 del monto recaudado. Y lo que ya es historia, ahora es un escándalo internacional y de conocimiento de todos. En Haití, con ese presupuesto, y a lo largo de más de cuatro años de trabajos y presencia en la media isla, esta institución solo construyó seis casas. Ni 6,000, ni 600, ni 60 unidades. Leyó claramente, que solo se construyeron 6 viviendas permanentes.

La institución alega y justifica mediante auditorías y reportes ejecutivos, que con el monto dispuesto para el proyecto de viviendas, se lograron albergar a más de 130,000 personas por medio de carpas y viviendas provisionales. Y que el resto fue consumido en estudios, capacitación y gastos administrativos. Para la nación y para el mundo, este fue el más alarmante ejemplo, de que la situación de Haití se le utilizaba como una herramienta de malversación de fondos.

Este, definitivamente fue el gesto que les abrió los ojos a nuestros vecinos. Es el parecer de muchos, para no decir que es la percepción colectiva, que a los organismos internacionales bancos mundiales, agencias de cooperación de países desarrollados, las Organizaciones No Gubernamentales (ONG) y sus proyectos o programas, siempre les ha convenido el que Haití sea visto como un país ultra subdesarrollado. Un país que proyecte lástima. Una nación de desastres y mala suerte. De gente incapaz manejándolo y un pueblo sin rumbo. De administraciones e instituciones corruptas e inestables.

Sin embargo, luego de este renacimiento de conciencia que viví en estas conversaciones, yo también he llegado a una impresión similar a la de ellos. De que Haití está en un momento donde puede decidir por sí misma. Que a pesar de que es una democracia en pañales y pudiese tener todos los problemas del mundo, aparentemente ya ha aceptado que no puede seguir el camino de décadas anteriores. Dependiente de las acciones que surgen afuera de sus costas o a merced de divisas extranjeras y planes escritos en otros pueblos.

Llegue a esa conclusión en las mismas tertulias que cité al inicio de este artículo, donde reconocí, que sólo a los haitianos y a nosotros los dominicanos, nos interesa la normalidad social, económica y democrática, de nuestra compartida isla. Y aprendí en esos intercambios, con allegados a la nueva administración, que Haití tiene el interés de perfilarse como lo que es. Un país en-vía de desarrollo.

Con su nuevo presidente, el señor Jovenel Moise, la nación caribeña puede redefinir su curso, a uno de autosuficiencia y estabilidad. Uno que, a pesar de haber perdido su cotidianidad, entiende que antes de todo, lo primordial es darle sentido diario a las vidas de los haitianos. Pues para que una nación y su gente se sientan en capacidad de aspirar, ambicionar y soñar, es necesario, determinante y fundamentalmente, que gran parte de esa población haitiana excluida, rescate su cotidianeidad. Algo tan simple y sencillo como la rutina diaria. Sorprendentemente, dentro de esa sencilla normalización, los ciudadanos haitianos podrán entonces, fijar planes propios, individuales y colectivos.

El nuevo gobierno sabe que posee un país rico, lleno de gente dispuesta, con honra y con ambición de ser capacitado para suplir servicios de mano de obra. Estas nuevas autoridades también valoran la riqueza de sus recursos naturales y están confiados de que no toda su tierra está devastada por la desforestación, como se cree. Haití es rico en paisajes, me aseguraron. Con vistas a la altura de otras naciones que han desarrollado turismo, como parte de su economía, me convencían de estar.

Los haitianos ya no quieren que se les vea como la pobre nación de América. Ellos aspiran que, en lo adelante, primero se les brinde respeto y por ultimo ayuda. Y que cuando esa ayuda llegue, que se sepa, que no va a ser una de la cual vengan a aprovecharse todo aquel que no lo necesita. Pues ya es tiempo de que los fondos y las obras lleguen donde deben llegar y que se entierre la idea de que todo el que va a Haití, sale bien y sale limpio. Mientras que Haití sigue igual.